"Mi hija tiene
problemas de tiroides. Es todo culpa de Chernóbil" /"Lo más peligroso
de la contaminación radiactiva es la herencia genética". /"Pensamos
durante los nueve meses en cosas que pueden pasar y rezamos para que los bebés
salgan bien".
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Tumba de un bebé en el cementerio de Gubarevichi, a 30 kilómetros de Chernóbil. Alfons Rodríguez |
A Stralichava lo llaman
Chernóbil porque es el último pueblo habitado de Bielorrusia antes de llegar a
la central nuclear. Está en el sur del país, a 30 kilómetros del reactor que el
26 de abril de 1986 decidió explotar. Aquel día -también los sucesivos- el
viento soplaba hacia el norte, de modo que la radiación de la central
ucraniana, en vez de castigar a su propio país, se extendió por el fronterizo
vecino (entonces todo era la URSS). Bielorrusia, treinta años después, mantiene
zonas de acceso prohibido con altos niveles de contaminación radiactiva y
cuenta por miles los casos de enfermedades relacionadas con la radiación.
Ucrania apenas padece un área contaminada de 30 kilómetros de radio.
A la rebautizada Chernóbil
se llega por una carretera exageradamente recta que cruza la región de Gomel,
la más meridional de Bielorrusia y también la más contaminada. Cientos de
pueblos y aldeas de esta zona están hoy abandonados o destruidos, después de
que sus vecinos fueran evacuados. Aparecen de cuando en cuando entre los
interminables bosques que escoltan la soporífera recta. Las señales con el
símbolo de la radiación alertan sobre la contaminación del lugar. Por momentos
la calma es inquietante. La contaminación radiactiva es invisible y está
instalada en la quietud del paisaje.
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Señal de advertencia por contaminación radiactiva. Alfons Rodríguez |
Al entrar en Stralichava el medidor de radiación
comienza a pitar. Se han superado los 0,30 micro sieverts por hora, el límite
de los aceptable, según el Gobierno bielorruso. El paisaje lo conforman no más
de 50 casas de madera, algunas de ellas abandonadas, otras pintadas de
llamativos colores. A pocos cientos de metros está el check-point que
impide el paso a la zona de exclusión, conocida como 'la zona', un espacio en
el que está prohibido entrar debido a la radiación y en el que no habita nadie,
a excepción de una gran
cantidad de animales que han prosperado gracias a la ausencia humana. Un poco más allá se sitúa la frontera con
Ucrania y después aparece ya el reactor malherido.
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Zona afectada por la radiación. Luis Sevillano |
Ajenos
a los niveles de micro sieverts que las rodean, cuatro mujeres con
pañuelos en la cabeza y chaquetas de lana pasan la tarde sentadas en un banco
de madera. Strachilava es como todos los pueblos de esta zona: la tranquilidad
y el silencio son completos. No hay mucho que hacer.
Alla
Tolimach lleva un bastón en la mano y la voz cantante. Varias gallinas picotean
el suelo a su alrededor mientras habla. Es una mujer corpulenta, de brazos
fuertes. Se queja de que el gobierno no les presta ayuda, ni atención. "A
mí me operaron de tiroides dos veces", cuenta. "Ahora tengo 72 años,
diabetes y dolor crónico de huesos. No me dan ni una pensión. Dicen que no es
por Chernóbil, que es por mi edad".
Valentina,
la mujer sentada al lado, dice: "A lo mejor sí que es por la edad".
Alla responde con un gesto de deprecio. Padece los síntomas más frecuentes de
la exposición a la radiación: problemas de tiroides y dolores crónicos, además
del cáncer. Su yerno, también del pueblo, se quedó parapléjico hace dos años.
"Se desmayó un día y ya nunca ha vuelto a poder moverse", dice
escarbando con su bastón en la tierra y perdiendo la mirada. "Mi hija
tiene problemas de tiroides. Es todo culpa de Chernóbil". Después mira a
su amiga, quien, esta vez, no le discute.
LA HERENCIA
MALDITA
El número de muertos debido a la catástrofe de
Chernóbil es 50, según el Gobierno bielorruso. La cifra suena a broma comparada
con las que arrojan los estudios independientes. Uno de los más fiables es el
encabezado por el experto medioambiental ruso Alexey Yablokov en su trabajo Consecuencias
de la catástrofe de Chernóbil en la población y en el entorno. Usando un
modelo matemático, el estudio analiza no sólo las víctimas directas tras la
explosión, sino los muertos en los años siguientes tras desarrollar
enfermedades y también los hijos y los nietos de los vecinos contaminados. El
resultado ofrece la cifra 1,4 millones de afectados, de los que 800.000 han
muerto por culpa de la radiación de Chernóbil. Algo más de los 50 que admite
Minsk.
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Casa abandonada por la radiación. Alfons Rodríguez |
"Lo más peligroso de
la contaminación radiactiva es la herencia genética". Toma la palabra
Alexey Nesterenko, director del Instituto de Radioprotección BELRAD, una
institución independiente que estudia los efectos del accidente con
financiación extranjera. Nos recibe en su despacho a las afueras de Minsk. De
las paredes cuelgan infinidad de mapas de la zonas contaminadas. Hay también
alguno de Japón y el área de Fukushima. "Un vecino contaminado que se va a
vivir a Italia o a España, y tiene hijos ahí, habrá llevado la contaminación
radiactiva a esos países. Y esos hijos la trasladarán a los nietos. Y así
sucesivamente hasta no sabemos cuándo. Contar sólo los afectados directamente
por la explosión es un chiste sin gracia".
Nesterenko, al igual que
otros expertos en la materia, va más allá. "Los efectos de radiación de
bajo nivel en la salud humana todavía no se conocen. Tenemos que esperar muchas
generaciones todavía". Algunos estudios sostienen que la población
completa de Europa fue sometida a dosis de radiación relativamente bajas tras
la explosión del reactor. "Lo más aterrador de este asunto es que aún
sabemos muy poco. Pero tenemos claro que esto no es un problema de Bielorrusia
o Ucrania. Esto es un problema global".
En la región de Gomel, la
que comprende el sur del país, conocen bien la herencia maldita de la
radiación. Las mujeres sobrellevan sus embarazos con angustia. Lyudmila Sukhval
vive en Buda-Koshelenko, un pueblo de Gomel muy próximo a la zona de exclusión.
Cuenta 39 años y tres hijos. El mayor de ellos, que se llama Stas, tiene 9
años y una cicatriz en el lateral de su cabeza. "Cuando tenía tres le
operaron de un tumor en el cerebro. Este año nos han dicho que se ha vuelto a
reproducir", cuenta con su hijo menor -un bebé- sobre las piernas. Su
marido y su padre murieron el año pasado también debido a tumores.
Lyudmila agacha la cabeza,
toma aire para frenar las lágrimas y añade: "Viví mis embarazos con mucha
preocupación. Nos pasa a todas las mujeres de este pueblo. Pensamos durante los
nueve meses en cosas que pueden pasar y rezamos para que los bebés salgan
bien".
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Stas nació con un tumor en el cerebro debido a la radiación. Alfons Rodríguez |
A
su lado está Valentina Smolnikova, una mujer menuda, con gesto desgastado y una
sonrisa tímida. No conviene fiarse de su apariencia: es pura energía, un motor
que no cesa. Dirige la ONG Niños
de Chernóbil, dedicada a dar ayuda y apoyo a los menores del sur
del país que heredan la radiación. En verano cientos de ellos son acogidos en
Italia, España o Canadá. Hoy ha venido a visitar a Lyudmila y a sus hijos para
traerles ropa. La casa es humilde hasta el límite, con paredes desconchadas y
apenas un puñado de muebles. Los juguetes de los niños están esparcidos por el
suelo de madera.
Valentina fue liquidadora,
es decir, una de las trabajadoras que se encargaron de limpiar, asfaltar y
organizar la evacuación de los alrededores de Chernóbil cuando tuvo lugar la
explosión. Es una de las pocas que está viva. "Esta es la región del
cáncer", dice. "Las embarazadas esperan a ver cuál es el drama que
les va a tocar. No conocerás una sola familia en esta región que no tenga un
miembro muerto o enfermo de cáncer".
Cuenta Valentina el caso de
Galiana, una vecina de Gomel a la que ayuda desde hace años. Fue evacuada de su
aldea en 1986 tras la explosión. Desde entonces, Galiana padece problemas de
tiroides, agotamiento crónico, tiene un tumor en la garganta, el año pasado
sufrió un infarto y le han detectado hipertensión y artrosis. "No es nada
extraordinario aquí", dice Valentina. "Es el perfil típico de la
gente afectada por la radiación".
La propia Valentina
-confiesa después una compañera de la ONG- padece un cáncer de riñón.
"Chernóbil es el terror lento. Nos va matando despacio".
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Carné oficial de Bielorrusia de afectado por la radiactividad. Alfons Rodríguez |
TERRITORIO DEL
SILENCIO
El Gobierno bielorruso
oculta las cifras reales del daño que ha hecho y sigue haciendo la radiación en
el sur del país. No existe un registro de víctimas y, si existe, está escondido
en algún cajón del despacho de Alexandr Lukashenko, el presidente de
Bielorrusia que no necesita elecciones (al menos elecciones reales) para
controlar el país desde 1994. Tampoco Rusia ni Ucrania ofrecen datos fiables.
Todo se esconde bajo un espeso y caduco secretismo soviético. De modo que
instituciones como BELRAD utiliza otro tipo de estadísticas para atar cabos.
"Tomemos como ejemplo
la provincia de Stollin, al sur del país", explica el director de BELRAD.
Stollin, con sus 89.000 habitantes, no es, ni mucho menos, uno de los distritos
más contaminados. Pero sus datos dicen los siguiente:
· La visitas al médico (sin
contar el dentista) del año pasado son el triple de las que hubo en 1986, año
del accidente.
· El pasado año se
practicaron el doble de intervenciones quirúrgicas que en 1986. Y eso con unos
20.000 habitantes menos que entonces.
· En 1986 se registraron
7.000 casos de niños enfermos en el distrito. El año pasado, 25.000.
· En 1986 se registraron
19.000 casos de adultos enfermos. El año pasado, 72.000.
· En 1986 hubo 207 casos de
cáncer. El año pasado, 330.
· En 1986 se hicieron 97
visitas oncológicas. El año pasado hubo 188. Y eso que la estadística no cuenta
los remitidos a Minsk o a otras ciudades.
· La tasa de mortalidad en
la provincia es el doble que la de 1986.
"El gobierno dice que
ninguno de estos datos tiene relación con Chernóbil", afirma el director
de BELRAD. Después no puede evitar soltar una carcajada.
LO QUE PASÓ AQUEL DÍA
Ivan Shilets estaba en su
cocina la mañana del 26 de abril de 1986 cuando llamaron a la puerta de su casa
de Krasniahia, una aldea a 40 kilómetros de Chernóbil. "Golpes fuertes,
como de impaciencia". Ivan, que entonces tenía 58 años, abrió y se
encontró al jefe de la graja estatal para la que trabajaba. Estas granjas
públicas todavía existen hoy en Bielorrusia, y dan empleo a la mayoría de
vecinos de Gomel.
-Me dijo que había
explotado la central y me pedía que fuera a rescatar el ganado que teníamos en
los campos de alrededor.
-¿No tenía miedo de ir
allí?
Ivan sonríe. Hoy, con 88
años, su sonrisa es arrugada y le hace arquear sus pobladas cejas blancas. Es
un hombre menudo, de manos grandes y secas tras una vida trabajando en el
campo. Camina lento y encogido y su expresión cuando escucha es la de un niño
pequeño sorprendido porque a alguien le pueda interesar su historia. Al lado
está Vera, su mujer. Llevan 61 años juntos y su secreto, cuentan riendo, es
"trabajar mucho".
-No tenía miedo porque no
sabía nada de lo que estaba pasando. Nadie nos explicó nada. Así que obedecí.
En aquella época es lo que había que hacer siempre: obedecer.
-Y usted Vera, ¿no tenía
miedo de que Ivan fuera? ¿No le pidió que no se acercase?Ivan no deja responder
a su mujer. Vuelve a reír y añade:
-¿Crees que mi mujer iba a
impedir que cumpliese una orden? Fui, recogí las vacas y los cerdos y regresé a
la granja.
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Ivan nunca abandonó su aldea, a 40 kilómetros de Chernóbil. Alfons Rodríguez |
Por el camino Ivan se
encontró camiones militares soviéticos y autobuses a los que estaban subiendo a
mujeres y a niños. La confusión era completa. Ningún vecino sabía exactamente
lo que estaba pasando. Había rumores dispares: desde que los americanos habían
atacado hasta que todo era un invento del Gobierno de Moscú para quedarse las
casas de la zona.
Lo que en realidad estaba
ocurriendo aquella mañana es que el reactor 4 de la central nuclear ucraniana
de Chernóbil experimentó un aumento súbito de la potencia, lo que sobrecalentó
el reactor nuclear y produjo una explosión del hidrógeno de su interior. El
accidente se desencadenó tras un simulacro para probar la potencia de las
turbinas.
La explosión del hidrógeno
voló literalmente la estructura del reactor, dejando a cielo abierto el núcleo.
El primer helicóptero soviético que esa mañana sobrevoló la central reveló la
dimensión de lo que estaba pasando: el núcleo estaba a la vista y el grafito
ardía al rojo vivo mientras el combustible y otros metales bullían a 2.500
grados centígrados en forma de masa líquida incandescente. El humo radiactivo
se disparaba hacia el cielo. La energía tóxica que se desprendió con la
explosión fue unas 500 veces superior a la liberada por la bomba de Hiroshima.
Los primeros trabajos de
los liquidadores evitaron que el incendio alcanzara los demás reactores,
impidiendo una segunda o tercera explosión. Si eso hubiera ocurrido, es
probable que Europa hubiera quedado prácticamente inhabitable. La casi
totalidad de estos liquidadores (soldados, bomberos o simples trabajadores)
murieron en los meses siguientes.
Posteriormente se
desvelaría que el diseño de los reactores de Chernóbil no cumplía con los
requisitos de seguridad impuestos por Europa occidental. Ni siquiera disponían
de edificios de contención.
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Colegio abandonado a pocos kilómetros de la zona de exclusión. Alfons Rodríguez |
Los helicópteros de la URSS
arrojaron arena sobre los reactores mientras los convoyes evacuaban vecinos.
Días después se empezó la construcción de un túnel por debajo del reactor para
intentar refrigerarlo. Posteriormente se construyó un sarcófago para aislar el
reactor que todavía hoy está pendiente de perfeccionar para almacenar los residuos
nucleares.
El gobierno soviético
estableció tras la explosión un radio de evacuación de 30 kilómetros (que sería
ampliado años después por Bielorrusia creando la zona de exclusión) y evacuando
a unas 116.000 personas. Casi todas ellas terminaron muriendo o enfermando de
gravedad. Casi todos sus descendientes padecen problemas de salud. En 1996 hubo
una segunda ola de evacuaciones, esta vez voluntarias, llevada a cabo por el
Gobierno de Minsk.
Lo que Ivan Shilets estaba
viendo aquella mañana mientras recogía los cerdos y las vacas era sólo el
comienzo de la pesadilla.
NO NOS VAMOS
Ivan y Vera decidieron no
irse con los evacuados. Fueron los únicos de su pueblo. El resto de vecinos de
Krasniahia eligió trasladarse a Minsk, a pisos que el gobierno les ofreció
gratis. La de Ivan y Vera es hoy la única casa habitada de Krasniahia. Las demás
están medio derruidas, con vegetación creciendo en su interior. "Los que
se fueron en 1996 están todos muertos. Murieron de pena. Nosotros estamos
bien". Ni Ivan ni Vera tienen problema de salud.
Ivankova es otra de las
aldeas abandonadas. Los vecinos huyeron cuando se les ofreció evacuación. El
nivel de radiación en Ivankova llega actualmente a los 0,90 micro
sieverts por hora. El pueblo está a pocos cientos de metros de la zona de
exclusión. A través de las ventanas de sus casas pueden verse todavía muebles,
ropa y electrodomésticos que acumulan suciedad y escombros. Una muñeca tirada
en el suelo tiene la cara llena de tierra. Un pueblo fantasma, abandonado por
culpa de la radiación.
Sólo una casa resiste, la
de Alexandr Turchin, un agricultor que vive con su madre sin nadie más
alrededor. Alexnadr muestra el certificado que le reconoce como afectado por la
radiactividad de Chernóbil. Padece daños neuronales que le hacen perder la
memoria y, en ocasiones, hasta la conciencia de sí mismo. "No me reconozco
ni reconozco a los demás", explica sentado en la cocina de su casa. Se
lava la cara y las manos en el fregadero. Ha estado toda la tarde plantando
patatas y le duelen las piernas. "Por culpa de mi enfermedad me
abandonaron mi mujer y mis tres hijos", se lamenta mientras enseña una
foto de ellos.
Del día de la explosión del
reactor recuerda "soldados y convoyes militares. Nadie se enteraba de
nada. A mí me dijeron lo que estaba pasando unos vecinos. La información corría
de boca en boca". Alexandr quiere irse de Ivankova, pero el gobierno
afirma que Ivankova está limpia, que su enfermedad neuronal no se debe a la
radiación y que por ello no le pueden dar una casa nueva lejos de allí.
"Si esto está limpio, como dice el gobierno, ¿por qué yo tengo daños neuronales?
Aquí está todo el mundo enfermo".
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Check point en el límite de la zona de exclusión. Alfons Rodríguez |
NADIE QUIERE A GOMEL
En la plaza central de
Strelichava, el último pueblo habitado antes de Chernóbil, dos chavales fuman
sentados en el respaldo de un banco. Artur Nazarenko y Nicolay Malinok tienen
23 años. En las copas de los árboles de la plaza cientos de cuervos graznan
formando un inquietante eco. Es el único sonido en medio del espeso silencio
del pueblo. "Aquí no hay nada que hacer", dice Artur. "Los
chavales de aquí o se van o beben. ¿Qué vas a hacer si no?". Nicolay se
ríe. Después añade que quieren irse a vivir "a una ciudad grande".
Por las calles de alrededor no se ve una persona.
Gomel no ofrece salidas ni
oportunidades. No tiene apenas distracciones. La tasa de alcoholismo en estos
distritos es disparatada. Las imágenes de hombres dando tumbos (algunos
llevados a casa por sus mujeres con cara de enfado) se repite desde primera
hora de la mañana.
Sergey Zovin tiene 48 años,
es delgado y la gorra se le cala hasta las cejas. Acoge estos días en su casa
de Gubarevichi, otro pueblo fronterizo con la zona de exclusión, a su primo.
Acaba de llegar de Moscú porque le han despedido del trabajo. Ayer se
emborrachó y esta mañana ha desayunado tres chupitos de vodka. Así que tarda
diez minutos en abrirnos la puerta. Cuando lo hace, se rasca la cabeza, se gira
y cae a plomo al suelo. Cuando logra reincorporarse, regresa al sillón. Son las
diez de la mañana.
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Sergey posa con un retrato de su padre, muerto por la radiación. Alfons Rodríguez |
Sergey, que pide que
ignoremos a su primo, trabaja en el cementerio de Gubarevichi, uno de los
muchos cementerios que pueden verse en la zona. Estaba haciendo el servicio
militar soviético cuando tuvo lugar la explosión. "Estuve semanas sin
saber qué estaba pasando. Lo veíamos a escondidas en la BBC", dice. Sergey
habla entre las tumbas en las que trabaja. "Mi padre trabajó como
liquidador, cubriendo de asfalto los desperdicios nucleares. Murió a lo dos
meses". Fue entonces cuando el ejército permitió a Sergey regresar a casa
y enterrar a su padre, cuya tumba muestra con rostro serio.
En el resto del país, a los
vecinos de Gomel los conocen como 'los de la zona'. Hay cierto estigma, que ha
disminuido con los años, pero cualquier producto o alimento que provenga de la
región está condenado al fracaso. Nadie osa comer champiñones (su producto
típico) o fruta de Gomel. "Estamos marcados", dice Sergey.
"Aunque estemos sanos".
MILES DE AÑOS
Las preocupaciones de los
expertos en radiactividad se centran hoy en lo que está por llegar. "No lo
sabemos", admite Alexandr Nesterenko, director de BELRAD. "Por
ejemplo, el cesio tiene un periodo de desintegración de más de 30 años. Y
estamos descubriendo ahora que podría tener una segunda fase de cien años. No
sabemos qué puede pasar cuando se complete. Mientras tanto está siendo
absorbido por animales y plantas y se propaga. Antes del primer test nuclear no
había cesio en la naturaleza. Es imposible saber cuáles serán los efectos de
haberlo introducido".
Nesterenko se muestra
pesimista. "Hay estudios que aseguran que algunos elementos de la
radiación necesitarán 24.000 años para desintegrarse por completo. Por mi
parte, estoy convencido de que la humanidad desaparecerá de la Tierra antes que
la radiación".
Mientras Nesterenko
plantea el peor de los escenarios, Bielorrusia construye una nueva central
nuclear. Se inaugurará en el año 2018 y está situada en el norte del país.
Acercarse a las obras está prohibido y el desarrollo de la planta es un
secreto. El propio presidente bielorruso lo dejó claro hace años en una
comparecencia pública: "Todos aquellos que se opongan a la construcción de
la nueva central nuclear serán declarados enemigos del Estado".
Bielorrusia trata de sacar el clavo de Chernóbil con otro nuevo. Y está
prohibido protestar.
NOTA.- ESTE ARTICULO NO ESTA ESCRITO POR LA ASOCIACION, ES EXTRAIDO DEL DIARIO EL ESPAÑOL
http://www.elespanol.com/reportajes/20160415/117488600_0.html